miércoles, 28 de julio de 2010

La primera impresión

Al entrar a un establecimiento, esperamos ciertas condiciones mínimas de cortesía, aspecto y, por supuesto, calidad de los productos a consumir

La cortesía debería ser una virtud habitual en los empleados, y en general, de cualquier ciudadano con el que nos topamos en la calle. Sin embargo, muchas veces, ni los empleados, ni el propio dueño parecieran conocer en lo más mínimo lo que significa una cara sonriente y una palabra atenta. Cuando al mal humor se le suma el mal aspecto de los uniformes, el consumidor no necesita ser muy exigente como para rechazar lo que observa en el ambiente del establecimiento a primera vista.
Una experiencia nada grata me hace comenzar esta nueva sección con el animo, desde el punto de vista de un consumidor más, de ayudar a los lectores, quienes con su esfuerzo de años han levantado sus negocios y quizás no se han detenido a pensar en lo mucho que algunos “pequeños” detalles pueden desmejorar la imagen de su establecimiento, y hasta alejar a un posible leal consumidor.
El caso es que un buen día entro a una panadería y tropiezo con una señora quien, haragán en mano, susurra a regaña dientes: “Cuidaaooo”, lo que traduzco como una forma de pedir permiso, pero inmediatamente se abalanza sobre mis pies sin dar tregua. El coleto irrumpe en mi camino de manera violenta y me hace tambalear. A manera de reflejo, miro hacia el piso y me consigo con los pies de la señora avanzando con sus sandalias que necesitan más jabón que el propio piso. Viene hacia mí en una especie de danza de fregado que para nada tiene que ver con limpieza. Sus pies, esos despojos de sandalias, el haragán, el rastro de agua sucia que se expande por el piso, el mal olor del coleto, todo parece conspirar contra la verdadera función de personal de limpieza que intenta ejercer el personaje en cuestión.
Instintivamente, subo la mirada y veo su uniforme, rasgado y sucio, su expresión corporal amargada, y vuelvo a escuchar: “Cuidaaooo”, al tiempo que trato de evitar otra vez la caída. Quiero mirar su rostro pero no consigo su mirada. Sus ojos están clavados en el piso. En su cabeza, una suerte de gorra no atina a sostener su cabello despeinado y sobresaliente, pero combina, eso si, con el resto del uniforme, no precisamente por el color, sino por su mal estado y falta de limpieza.
Por fin sorteo el primer obstáculo y con el estómago un tanto desencantado, me dirijo a la barra. Intento no pensar en la escena y me dispongo a pedir un pastelito y un café. La primera respuesta se hace esperar y me veo forzada a interrumpir la “entretenida charla” de los empleados, quienes me miran de reojo de manera acusadora y continúan hablando hasta terminar el cuento.
Mis buenos días flotan inútiles en el aire y mi café por fin llega frío y sabe a quemado, el pastelito no es de queso, sino de jamón. Hago la observación y pareciera que me atribuyen no tener buena memoria porque, según los empleados, “lo pedí de jamón”. Cuento hasta diez y me lleno de paciencia. Les explico que nunca lo pido de jamón porque no como ningún tipo de carne. Nuevamente soy objeto de una mirada acusadora que viene de alguien que me arrebata el pastelito y me entrega de mala gana uno de queso sin pedir disculpas.
Mi paciencia se ve colmada, pido, por favor, hablar con el dueño. Mi sorpresa se hace cada vez mayor: el arrebatador de pastelitos es el dueño. Acto seguido le digo: “Disculpe, creo que no voy a querer el pastelito ni el café”, y me dispongo a abandonar el lugar. Las voces me siguen hasta la calle. Sólo alcanzo a escuchar: “Vieja loca, abusadora…“.
Que distinta resultó la experiencia unas cuantas calles más allá donde encontré un local reluciente de limpio, con olor a pan recién horneado que invitaba a degustarlo, los buenos días, la sonrisa, el agradable aspecto del personal… Y claro, el delicioso y fresco pastelito de queso y el cremoso y humeante café. Pagué mi cuenta satisfecha y decidí que volvería muy pronto.

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