viernes, 30 de julio de 2010

¡Esto es lo que hay!


Cual canción de moda, la realidad en ocasiones es mucho más insólita que el coro musical que repite: “¡Esto es lo que hay!“, para justificar la carencia de aspectos indispensables

Me cuenta una buena amiga que recientemente fue a un establecimiento dispuesta a desayunar y le sucedió algo que la sorprendió. Tal y como habría hecho cualquier persona que entra a un local donde se expende comida y ve algunas mesas libres, Laura se sentó y esperaba que alguien le atendiera. Pasado un tiempo considerable, y ante la indiferencia de los empleados, preguntó si por favor la podían atender. La respuesta fue un tanto desconcertante, ya que la habían visto sentada allí desde hacía rato: “No hay servicio en las mesas”, se escuchó la voz de alguien que no volteó a dar la cara y que, al parecer, no se sentía muy a gusto de que le preguntaran algo quizás muy obvio para todos los empleados, pero no para los clientes.
A Laura no le quedó otra que acercarse a la barra tratando de obviar el gesto poco atento de la empleada, y pidió un sándwich. La respuesta esta vez no le sorprendió menos que la anterior: nuevamente la empleada ni siquiera volteó porque su mirada estaba concentrada en un celular, desde donde al parecer enviaba un “importante” mensaje de texto. “Eso es por allá”, respondió sin levantar la cara y haciendo un gesto en el aire con la mano. Mi amiga fue al lugar que le habían indicado de tan mala gana y pidió el sándwich nuevamente, explicando que lo quería caliente.
Mientras esperaba, tomó asiento otra vez pensando que iba a desayunar allí sólo porque no disponía de mucho tiempo como para buscar otro lugar, y se distrajo haciendo una llamada telefónica que duró unos minutos.
Cuando terminó de hablar, volteó para saber si su sándwich estaba listo, pero no lo vio. Esperó un rato más y cuando ya le pareció que estaba pasando mucho tiempo y nadie le avisaba, miró a la empleada que había tomado su pedido y observó que hacía otra cosa. Se acercó y preguntó por su sándwich. La empleada se volteó y le señaló un plato que, según le explicó, estaba desde hacía un rato allí. El plato con el sándwich efectivamente estaba listo, pero era imposible verlo desde las mesas del local. Mi amiga miró a la empleada con un innegable gesto de desagrado, y ésta le recordó que ya le habían dicho que no había servicio en las mesas.
- ¿Y tampoco le pueden avisar al cliente que ya su pedido está listo para que lo venga a buscar a la barra antes de que se enfríe?
La respuesta fue un encoger de hombros acompañado de una total indiferencia. Laura, cansada de observar evidentes muestras de mal servicio en el establecimiento, pidió hablar con el gerente.
Pensó que quizás no la atendería, sin embargo, la recibieron en una pequeña oficina donde le explicó al gerente lo que le había pasado y comentó que le parecía pésimo el servicio del lugar. El hombre escuchó sin mucho interés y finalmente concluyó diciendo: - Sí, pero es difícil conseguir buen personal hoy en día. Así que: ¡Esto es lo que hay!

jueves, 29 de julio de 2010

Al hablar... Mucho dulce empalaga

El venezolano acostumbra un trato cordial y amistoso. Pero, según las circunstancias, el mucho endulzar las palabras “empalaga”

El venezolano, desde muy pequeño, se acostumbra al trato cordial y amistoso en la forma de hablar. Pero de vez en cuando, y según las circunstancias, el mucho endulzar las palabras “empalaga”.
Si bien resulta agradable ser tratado de manera familiar por los allegados, en ocasiones, el trato empalagoso por parte de un empleado con el que no se ha tenido confianza alguna, o muy poca, puede resultar contraproducente. Al entrar a un local, lo menos que una clienta espera es descubrir que es “el amor” o “la mami” de un desconocido. Generalmente notamos que no se trata de una falta de respeto intencional, sino de un inconsciente exceso en nuestro cotidiano trato familiar y “cariñoso”, o de nuestra muy peculiar y zalamera forma de hablar. En algunos momentos pudiera resultar simpático, como es el caso del conocido cantante español Miguel Bosé, quien luego de pasar por Venezuela y ser tratado de “Papito” decidió ponerle ese nombre a su más reciente disco. Según explicó en una entrevista radial, este tipo de familiaridad entre los venezolanos le pareció muy original y sociable. Sin embargo, en la panadería, a una señora que entra por primera vez puede no agradarle ser tratada por el empleado de “mamita” o “mi amor”.
Es un fenómeno cultural que puede manifestarse incluso en una llamada telefónica, en la cual el interlocutor no puede ser visto. De hecho, ya no resulta extraño ser atendido telefónicamente por una recepcionista que se dirige a nosotros utilizando los muy cotidianos: “mi amor”, “mamita”, “mi reina”, “gordita”, etc., sin tener ni la más remota idea de con quién está hablando.
Obviamente, por tratarse de una costumbre bastante extendida entre la gran mayoría de la población, puede que resulte tan “normal” que pase desapercibida. Sin embargo, una buena recepcionista o un empleado que atiende al público no deberían dar por sentado que a todos nos gusta ser tratados de esta manera.
Lo ideal para relacionarse con los clientes, a menos que éstos permitan lo contrario tras una camaradería prolongada y verdaderamente amistosa, es mantener las distancias y tratar al público de manera neutral y respetuosa, evitando las palabras o frases empalagosas que puedan prestarse a malos entendidos y peores ratos.
En ocasiones, y dependiendo del cargo y funciones del empleado, las más elementales normas de educación son suficientes para corregir este mal hábito, por lo que no hace falta dictarle un curso a cada nuevo trabajador: “Buenas tardes, a la orden, por favor, gracias”. Con señalarle algunas normas de lo que debe o no decir, debería ser suficiente. Entrenar al personal en este sentido es una labor que protege al establecimiento de quejas y, sobre todo, de descontentas y “empalagadas” clientas.

Conocer al cliente

Cuando el empleado conoce los gustos del cliente frecuente y lo atiende con propiedad, no sólo gana el cliente, sino más todavía el local que contrata a este valioso recurso humano

Para complacer al cliente, una de las claves es conocer sus gustos. Y un empleado que atiende con agrado y prestando atención, puede conocerlo a tal punto, que apenas lo ve entrar, su “pedido” estará listo.
Eso me sucedió hace poco, cuando por casualidad pasaba frente a una panadería en la que suelo tomar un café casi a diario. Me detuvo un conocido con quien crucé algunas palabras justo en la entrada del local. Mi intención no era entrar, y mucho menos tomar café en ese momento. Simplemente, iba de paso por el lugar. Sin embargo, el empleado, siempre atento y educado me saludó desde adentro apenas tuvo la oportunidad y me invitó a tomar mi café, el cual ya estaba servido en la barra.
Sorprendida me acerqué y respondí el saludo con agrado. Mi café estaba ideal, como de costumbre. Pero… No venía a eso, expliqué apenada, aunque tentada por el aroma del café. Bajé sólo un momento a buscar algo en el carro y ni siquiera traje la cartera. Inmediatamente, el empleado me miró y con una sonrisa me dijo: “No se preocupe, luego lo paga, pero disfrútelo, lo preparé como a usted le gusta. No deje que se le enfríe; yo se que a usted le gusta tomarlo caliente”.
Efectivamente, el café estaba justo como a mi me gusta, y lo disfruté muchísimo no sólo porque, como de costumbre, estaba delicioso, sino que esta vez tenía componentes adicionales: la amabilidad de quien me lo ofrecía, su empeño por prepararlo justo como me gusta, además del gesto de prepararlo y tenerlo listo para cuando él suponía que yo entraría a pedirlo.
Lo que más me sorprendió fue que el señor no llevaba mucho tiempo trabajando en ese local. Mientras tomaba el café pensaba: ¡Que empleado tan eficiente, apenas lleva unas semanas en el lugar y ya conoce mi gusto. Además, prepara muy bien el café y su amabilidad es inusual. Ojala que los dueños de la panadería se den cuenta de lo valioso que es tenerlo detrás de la barra y le permitan seguir haciendo su trabajo con ese entusiasmo que engancha al cliente!
Seguía saboreando mi café cuando entró otro cliente. Una vez más, quedé encantada al escuchar la conversación entre el empleado y el recién llegado. Yo no dejaba de sonreír mientras ambos personajes interactuaban: Un amable saludo, una sonrisa y una pregunta directa: “¿Le sirvo lo de siempre?” A lo que el cliente respondió: “Claro, lo de siempre, amigo”

¿Y qué culpa tiene el cliente?

… Ahora le tocaba a la próxima “víctima” de la cola, quien ya venía dispuesta a no permitir que le hicieran perder más tiempo

Entré complacida a una panadería y desayuné algo que debo confesar estaba delicioso. Terminé de comer y me dirigí a la caja para pagar. No contaba con efectivo y me disponía a pagar con mi tarjeta de débito. Al pasar la tarjeta por el primer punto de venta, la transacción dio error. La empleada me mostró el reporte. Efectivamente decía: “Error”.
Le pedí que pasara la tarjeta por otro punto de venta. Mi tarjeta fue deslizada por otro punto de venta: “Error”. Y por otro: “Error”.
Otra persona trató de pasar la tarjeta de nuevo repitiéndose el mismo resultado: “Error”. Pregunté: “¿Qué estará pasando?” La empleada, algo malhumorada respondió: “Ya ha pasado varias veces durante la mañana“. Ofrecí hacer un cheque. La respuesta fue: “Los bancos no responden. No he podido conformar cheques hoy”.
La cola para pagar se hacía más larga. Quienes pagaban en efectivo salían del establecimiento sin problemas. Los demás, sólo se percataban del problema por la espera ya que nadie daba explicaciones.
Preocupada por el tiempo que transcurría, insistí en la idea del cheque y pedí mi tarjeta y mi cédula. La respuesta fue un rotundo “NO”. Le expliqué a la empleada que lamentablemente no tenía efectivo y que no me estaba negando a pagar, y que la tarjeta y la cédula son mías y nadie me las puede retener. – “NO, déjela allí. No se la puedo dar. ¿Cómo hacemos con los reales?”
De pronto, tanto la empleada como el otro personaje se volvieron ciegos, sordos y mudos. Yo trataba de buscar una solución, pero ni me daban respuesta ni me devolvían la tarjeta y la cédula.Miraba el reloj y mi paciencia se colmaba, mientras los de atrás comenzaban a decir: “La tarjeta es de ella, y si el punto está dañado o el banco no contesta, no es culpa nuestra”.
Estiré mi mano hasta donde pude y tomé mi tarjeta y mi cédula. Sin embargo, seguí allí, ya que siempre tuve la intención de pagar. De pronto, otra persona, tal vez el gerente, emergió de alguna parte del establecimiento y se acercó a la caja cruzando unas secretas palabras con los otros dos empleados. No convencido del todo, aceptó el cheque y me imagino que se lo encomendó a todos los santos.
Mientras escribía, los comentarios iban y venían en secreto entre los tres personajes. Entregué el cheque. Ni media palabra más luego de eso. Ahora le tocaba a la próxima “víctima” de la cola, quien ya venía dispuesta a no permitir que le hicieran perder más tiempo.
Y pensar que el desayuno estaba exquisito. Y a todas estas sigo preguntándome: ¿Y que culpa tiene el cliente?

miércoles, 28 de julio de 2010

La primera impresión

Al entrar a un establecimiento, esperamos ciertas condiciones mínimas de cortesía, aspecto y, por supuesto, calidad de los productos a consumir

La cortesía debería ser una virtud habitual en los empleados, y en general, de cualquier ciudadano con el que nos topamos en la calle. Sin embargo, muchas veces, ni los empleados, ni el propio dueño parecieran conocer en lo más mínimo lo que significa una cara sonriente y una palabra atenta. Cuando al mal humor se le suma el mal aspecto de los uniformes, el consumidor no necesita ser muy exigente como para rechazar lo que observa en el ambiente del establecimiento a primera vista.
Una experiencia nada grata me hace comenzar esta nueva sección con el animo, desde el punto de vista de un consumidor más, de ayudar a los lectores, quienes con su esfuerzo de años han levantado sus negocios y quizás no se han detenido a pensar en lo mucho que algunos “pequeños” detalles pueden desmejorar la imagen de su establecimiento, y hasta alejar a un posible leal consumidor.
El caso es que un buen día entro a una panadería y tropiezo con una señora quien, haragán en mano, susurra a regaña dientes: “Cuidaaooo”, lo que traduzco como una forma de pedir permiso, pero inmediatamente se abalanza sobre mis pies sin dar tregua. El coleto irrumpe en mi camino de manera violenta y me hace tambalear. A manera de reflejo, miro hacia el piso y me consigo con los pies de la señora avanzando con sus sandalias que necesitan más jabón que el propio piso. Viene hacia mí en una especie de danza de fregado que para nada tiene que ver con limpieza. Sus pies, esos despojos de sandalias, el haragán, el rastro de agua sucia que se expande por el piso, el mal olor del coleto, todo parece conspirar contra la verdadera función de personal de limpieza que intenta ejercer el personaje en cuestión.
Instintivamente, subo la mirada y veo su uniforme, rasgado y sucio, su expresión corporal amargada, y vuelvo a escuchar: “Cuidaaooo”, al tiempo que trato de evitar otra vez la caída. Quiero mirar su rostro pero no consigo su mirada. Sus ojos están clavados en el piso. En su cabeza, una suerte de gorra no atina a sostener su cabello despeinado y sobresaliente, pero combina, eso si, con el resto del uniforme, no precisamente por el color, sino por su mal estado y falta de limpieza.
Por fin sorteo el primer obstáculo y con el estómago un tanto desencantado, me dirijo a la barra. Intento no pensar en la escena y me dispongo a pedir un pastelito y un café. La primera respuesta se hace esperar y me veo forzada a interrumpir la “entretenida charla” de los empleados, quienes me miran de reojo de manera acusadora y continúan hablando hasta terminar el cuento.
Mis buenos días flotan inútiles en el aire y mi café por fin llega frío y sabe a quemado, el pastelito no es de queso, sino de jamón. Hago la observación y pareciera que me atribuyen no tener buena memoria porque, según los empleados, “lo pedí de jamón”. Cuento hasta diez y me lleno de paciencia. Les explico que nunca lo pido de jamón porque no como ningún tipo de carne. Nuevamente soy objeto de una mirada acusadora que viene de alguien que me arrebata el pastelito y me entrega de mala gana uno de queso sin pedir disculpas.
Mi paciencia se ve colmada, pido, por favor, hablar con el dueño. Mi sorpresa se hace cada vez mayor: el arrebatador de pastelitos es el dueño. Acto seguido le digo: “Disculpe, creo que no voy a querer el pastelito ni el café”, y me dispongo a abandonar el lugar. Las voces me siguen hasta la calle. Sólo alcanzo a escuchar: “Vieja loca, abusadora…“.
Que distinta resultó la experiencia unas cuantas calles más allá donde encontré un local reluciente de limpio, con olor a pan recién horneado que invitaba a degustarlo, los buenos días, la sonrisa, el agradable aspecto del personal… Y claro, el delicioso y fresco pastelito de queso y el cremoso y humeante café. Pagué mi cuenta satisfecha y decidí que volvería muy pronto.